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Escuche el 'calor en el campo'

01/08/2008
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Carlos de Hita,
El Mundo

Agosto. Calor en todas partes y ya casi concluida la estación reproductora. Bajo el azote inapelable de los rayos del sol, el paisaje sonoro se apaga. A tono con la temperatura, el campo está ahora recubierto de sonidos ásperos, resecos, De estridencias que arañan el oído y que transmiten la sensación de calor sólo con oírlos.

Agosto es el tiempo de los insectos. En los pinares resineros de las estribaciones más bajas de la sierra de Gredos, en Ávila, unas masas forestales pegajosas por la resina y achicharradas bajo el sol, se expande perezoso el chirrido rechinante de las chicharras, analogía sonora del bochorno. Al fondo relincha un pito real. Y más cerca, un moscardón suspendido en el aire nos da una lección de física, al escapar zumbando sobre el efecto doppler.

Pero miremos donde miremos, oigamos donde oigamos, la salmodia monótona de los insectos rellena el fondo sonoro. En los claros abiertos en los bosques de las partes más bajas de los valle pirenaicos catalanes, en Boi, estridula una legión de saltamontes. Un término, por cierto, que comparte raíz con estridencia. Todo crepita por aquí. Varias especies, con diferentes ritmos y frecuencias, combinan con las voces de algunas aves, que también parecen contagiarse de la sequedad ambiental. Los reclamos de las currucas cabecinegras y carrasqueñas, aves de matorral y espesura, se escuchan secos, como con aristas.

En los jarales que cubren las laderas de solana de las sierras extremeñas, sobre el suelo desnudo y entre las hojas pringosas de la vegetación a la hora del mediodía, las abejas hacen su agosto. Un zumbido continuo emerge del suelo, un botín que no puede quedar desaprovechado. Y así, mientras los insectos pecorean y recolectan polen y néctar, los abejarucos, aves que compensan el increíble colorido de su plumaje con la simpleza de su voz, recolectan abejas. Y entre zumbidos y silbidos, una curruca rabilarga da la réplica con una voz rota, cascada.

Más al sur, en las sierras escarpadas que caen hacia el Estrecho de Gibraltar, en Cádiz, cae la tarde y una bandada de rabilargos deambula bajo las copas. Crocitar se llaman estas voces, entre las que se pueden distinguir los gritos más agudos de los pollos ya volanderos. Valle abajo, un corzo lanza sus ladridos roncos. Y sobre un arbusto, en la orilla de un regato de agua, suena la melopea cascada de un grillo de matorral.

Y entre tanto chasquido y crepitar, sólo la noche trae algo de frescor y liquidez al sonido del campo. Los acordes continuos de los grillos dibujan una atmósfera sonora más húmeda. Pero incluso ahora, en las fresnedas y paulares que rodean al monasterio del Paular, en el madrileño valle del Lozoya, los ruiseñores, por lo general de voz ampulosa, aflautada y líquida, se contagian del estío y pasan a emitir este reclamo. Le llaman la silbarronca.

Aquí y allá, en varios meses de agosto a lo largo de los últimos años.