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La ciudad y sus sonidos

09/03/2008
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Emilio Atienza,
Ideal Digital

Durante mucho tiempo me ha sido suficiente pasear por la ciudad, disfrutar de su luz en las rosadas claridades del alba o los ensangrentados atardeceres, de la implacable luminosidad del día o del deambular argénteo al cobijo de una luna alhambreña. Con el tiempo, todo se complicó, cuando además de los continuos descubrimientos y observaciones de la ciudad quise llevarme a casa algunas emociones. Entonces recurrí a la escritura. Mis notas acabaron convertidas en un refugio de vivencias personales, pero seguía faltándome algo. Era incapaz de reflejar con exactitud lo que sentía en determinados momentos. Como no tengo habilidades para el dibujo recurrí a la fotografía. Quise captar la belleza efímera de la luz de los atardeceres de Granada, algunos a orillas del Zenete, el último, zambullido en una densa niebla de la que surgió lentamente, como navío fantasmal, la inmensa mole de la catedral, próxima a vararse en el rebalaje del Albaicín. Palpé el otoño con olor a tierra mojada y el hálito visible de los ríos algunas mañanas de invierno, porque ahora como nunca antes por nuestros ríos solo corren suspiros. Tampoco fue suficiente.

Las imágenes, los recuerdos, luego en casa no tenían vida: faltaban aromas, el viento, la luz auténtica, la música de la vida Me afano en capturar la esencia de los paisajes granadinos: su alma y sus emociones. Siento que me falta algo: el sonido. Siempre se ha dicho que la imagen vale más que mil palabras. En ocasiones, son necesarias más de mil palabras para explicar una sola imagen y sin embargo un sonido nos traslada de forma inmediata a la imagen. Si cerramos los ojos y escuchamos el tañir de una campana probablemente recordaremos no sólo la campana sino la torre del campanario a cuya sombra crecimos y jugamos, de nuestro barrio, los carruseles de vencejos y los cernícalos que anidan en los mechinales de las torres albaicineras.

En Granada también el sonido se nos pierde, como tantas cosas. Como el bosque que desaparece calcinado en un incendio, el paisaje que se degrada por el trazado hiriente de una vía mal proyectada y peor realizada o como el lienzo de un cuadro rasgado con un punzón, el sonido de nuestras calles y barrios se degrada. Una pérdida no tangible, una sonora muerte silenciosa del sonido, de nuestro patrimonio sonoro. Todavía nos quedan imágenes hermosas pero muy pocos sonidos, muchos extrañamente enmudecidos. Entre ellos añoro el mensaje milenario de los bronces granadinos, que sonaban a historia, llenaban el aire de notas musicales que todos entendíamos en su mensaje. Es la música de una ciudad que, como Granada, tal y como decía Federico "está hecha para la música", como no podía ser de otra manera con su casi centenar de campanarios, dos ríos, y generosas acequias. Extraña ciudad esta en la que se cubren unos y otras y enmudecen aquellos.

Ante tanto abandono, tanta incomprensión, tanta insensibilidad, es urgente crear amistades, fervorosos amigos de todo. Granada se resiente de la falta de amistad que hace indiferentes a sus ciudadanos, cuyos semblantes reflejan una pavorosa soledad, la de quienes se han ido quedando sin amigos, sin recuerdos, cercados por la avaricia del especulador que les arrebata sus recuerdos. En Granada hay que crear amigos de las pobres cosas y de los pobres seres. Ya los tienen los muñones de piedra de los viejos castillos que el tiempo ha ido desmochando; ya los tiene el paisaje arrancado de cuajo por el hormigón y el asfalto en la que fue nuestra feraz Vega; ya tienen sus amigos los vetustos molinos de viento del paisaje manchego que velan por las cruces de Malta de sus aspas para que sigan su eterno girar; tienen sus amigos los jardines históricos; la catedrales y hasta los rincones repletos de historias. Pero no tienen amigos las campanas. Al recordar el ritmo cordial de la campana pautando las horas, acompasando las tareas, llamando con sus nudillos sonoros para anunciar que la tarea debía comenzar, para advertir el momento del riego, para darnos seguridad ante un inminente riesgo o una celebración gozosa. ¿No es el silencio de las campanas su más triste tañido? En un extraño impulso de mal entendida modernidad hemos deshonrado las viejas torres con sonidos nuevos, raros injertos electrónicos que una ciudad milenaria escucha sorprendida. Son notas limpias, cantarinas, juveniles, que llegan hasta lo más profundo de la casa donde un viejo espejo deslustrado por los años no comprende el artificioso son.

Hemos perdido para siempre el patrimonio de las voces antiguas de los campaniles mudéjares albaicineros, los esquilines conventuales, las hermosas campanas que jalonan el Darro y las que extendidas por la ciudad salpicaban de música sus más apartados rincones. Hay cientos de campanarios y espadañas mudos y su atronador silencio despierta en nosotros la necesidad de volver a oír las viejas gargantas de bronce que durante años acompañaron el vivir de los granadinos. En Granada Histórica vamos a crear la Agrupación de Amigos de las Campanas para echarnos por las calles a coleccionar voces entrañables de bronces altos, para dejar en los aires los sonidos que llenen los vacíos de nuestra memoria con recuerdos sonoros y, acaso, enmudecer la anarquía de ruidos que asfixian los sentidos. Después abordaremos el Museo de los Sonidos de Granada. Será un éxito de degustadores de bellezas sublimes únicas, granadinas.

Cuando consigamos escuchar a la caída de la tarde el tañer límpido, melancólico, de la campana habremos recuperado una importante parte de nuestra identidad y viejos recuerdos volverán a ser gozosa realidad.