Dossier
Paisatges de la pedra seca
Espanya
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Crònica
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Horizontes de piedra en seco

02/02/2008
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Joan Garí,
El País

Parece el paisaje del mundo en el segundo día de la creación, pero sólo es un pequeño altiplano a 1.125 metros sobre el nivel del mar, en el extremo más oriental del Sistema Ibérico. Estas montañas pardas, de inviernos largos como noches boreales y de veranos continentales, concentran todo su patrimonio en la piedra calcárea, diseminada dadivosamente a lo largo de un terreno donde la agricultura es sólo una hipótesis (ya en el siglo XVIII el botánico Cavanilles constató la pobreza del suelo local para el cultivo), y la ganadería exige pastores con derecho a un cobijo contra los elementos.

Con una temperatura media anual de 10,6 grados, se comprende que la función de refugio fuera la primordial en las casetas de piedra en seco, características de ciertos paisajes mediterráneos, y de las que la población castellonense de Vilafranca es un ejemplo paradigmático.

Situada entre las comarcas de Els Ports y El Maestrat, Vilafranca nació como población "franca y libre" en 1239, en el contexto espléndido de la fundación del nuevo Reino de Valencia por parte de Jaime I el Conquistador. El monarca catalán (en 2008 se celebrará en toda su antigua Corona el octavo centenario de su nacimiento) atravesó la frontera entre Aragón y el todavía reino árabe de Valencia por un río conocido como "rambla de las truchas", y allí fue precisamente donde se estableció la primitiva población de la villa -en la denominada "Pobla del Bellestar"-, a unos pocos kilómetros del emplazamiento actual.

Conocida anteriormente como Vilafranca del Cid, sus autoridades municipales intentan en estos años desprenderse de una denominación espuria. Al fin y al cabo, ese nombre se basa en un malentendido más o menos interesado, pues el Cid no pudo pasar nunca por aquí, ya que murió mucho antes de la fundación de la villa.

ARRANCADO DEL SUBSUELO

Actualmente, Vilafranca tiene menos de 3.000 habitantes, y sin embargo, en un censo reciente se han inventariado en su término municipal no menos de un millar de casetas de piedra en seco, también llamadas de pastor, y más de mil kilómetros lineales de pared de piedra. Como escribió Antonio Monfort, "el esfuerzo del hombre ha arrancado del subsuelo las peñas, levantando con ellas muros sin argamasa para contener en el desnivelado suelo la escasa tierra que entre aquéllas se ocultaba". Esta obra inmemorial, esta lucha eterna del hombre con la piedra, da cuenta del inmenso esfuerzo de los vilafranquinos por ordenar y dar apariencia humana a sus montañas domésticas.

La piedra ordenada, sin ningún otro material añadido, ocupa todo el paisaje: paredes, pero también escaleras, balsas, muros para tablear el terreno, caminos, paredones, pozos, cisternas, abrevaderos. La obra mayor, por supuesto, es la caseta, que puede ser de diferentes tipos: redondeada, en forma de cuadrilátero o irregular.

Cualquiera de ellas es un ejemplo de la arquitectura en estado puro, del aprovechamiento ecológico del terreno y del ahorro en las técnicas constructivas. Sus falsas bóvedas interiores, a base de losas que van formando círculos concéntricos de radio decreciente, parecen -por las tonalidades calcáreas de las piedras- pequeñas capillas sixtinas ferruginosas y mínimas, un espacio que un anacoreta bien motivado podría convertir en un santuario inexpugnable para su lacerante soledad. Sobre la piedra exterior, luego, crecerán líquenes, musgos y otras plantas, gracias a los restos de tierra que se acumulan en las grietas. Los nombres de algunos de estos vegetales tienen la consistencia áspera del catalán propio de Els Ports, y se paladean en la boca como frutos de secano: raïm de sapo, esbarzer, fenàs, endriner...

Como un homenaje a su emblema más telúrico, todo en Vilafranca recuerda a lo pétreo. Se cuenta de la patrona del municipio, la Mare de Déu del Llosar, que fue encontrada por un agricultor entre unas losas, de ahí el nombre. La ermita donde se venera su imagen, a medio camino entre el pueblo y la primitiva Pobla del Bellestar, está custodiada por un olmo machadiano. Se trata del esqueleto de un Ulmus minor, atacado 10 años atrás por la grafiosis y que ahora se conserva como un grito congelado.

REGUSTOS CALCÁREOS

Todo en Vilafranca, incluso la gastronomía, tiene regustos calcáreos. Se basa, como es natural, en productos del terreno, donde destacan las setas, los productos cárnicos, la carne de caza y los embutidos. Habría que mencionar también la repostería, puesto que quien no haya probado una cuajada local, sus mantecadas o sus pastelillos de calabaza no sabe lo que es la cocina de un pueblo que necesita calorías para defenderse de los rigores del clima.

Todo este patrimonio corría el peligro de desaparecer en poco tiempo. Al fin y al cabo, cada vez quedan menos vilafranquinos que conozcan el oficio de paredadors (constructores de paredes y casetas de piedra en seco), y el patrimonio arquitectónico y cultural que representan estas construcciones se viene abajo con el tiempo y el descuido. Por suerte, el Ayuntamiento ha puesto manos a la obra, abriendo en pleno centro histórico de Vilafranca un completo Museu de la Pedra en Sec, que inventaría todo lo relativo a esta arquitectura popular y propone recorridos para conocer sus hitos y se preocupa de conservar el patrimonio existente. Ejemplares de los materiales que se utilizan para levantar esta arquitectura telúrica nos esperan con sus denominaciones de sabor local: civera, ròssec, cove, escalpre, aixada, mall, tascó, perpal.

Se puede y se debe recorrer el pueblo desde la plaza de Don Blasco, centro neurálgico y comercial, hasta el museo, emplazado ante la imponente fachada de la iglesia parroquial de Santa María Magdalena, del siglo XVI. También estas casas a lo largo del itinerario, con sus siglos a cuestas, están hechas con las mismas piedras que acarrearon los pastores en el campo para guarecerse de la lluvia.

Vale la pena dedicar un fin de semana para conocer este escondido patrimonio. Vilafranca, en definitiva, no está lejos de Morella (capital de su comarca), la legendaria ciudad amurallada, y dista sólo una hora en coche, y cinco a pie, del macizo del Penyagolosa, la gran roca sagrada del interior de Castellón.