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Londres, el verde interminable

07/10/2013
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Carlos Benito,
El Correo.com

En los parques de la capital británica se puede visitar el Roble Élfico, contemplar pelícanos, alimentar a las ardillas, montar en un barco pirata o experimentar el otoño japonés.

Si contemplamos un plano del Londres más turístico, eso que los ingleses llaman Central London, nos resultará evidente que las manchas verdes son muy grandes. Y, si contemplamos un plano de Londres completo, en su inabarcable extensión, comprobaremos que más allá del cogollo existen parques todavía mayores, que en ocasiones se confunden con la campiña y rebasan los límites de la ciudad. Uno podría pasarse una buena temporada en la capital británica visitando solo sus parques, y no digamos si pretende explorarlos con detalle: solo Lee Valley Park, el más extenso de todos, tiene cuarenta kilómetros cuadrados, que se reparten entre la ciudad y los condados de Hertfordshire y Essex, y Richmond Park anda por los nueve. Sin alejarse del centro, los parques proporcionan un montón de posibilidades de ocio y descanso, porque basta cruzar una puerta para dejar atrás el loco fragor de la metrópoli y relajar las neuronas. He aquí seis recintos recomendables, empezando por lo más conocido y acabando por algo menos trillado.

  1. HYDE PARK: Es el parque londinense por excelencia. Forma parte de los Parques Reales, ocho zonas verdes que tienen su origen en la hacienda de los monarcas y que suman 37 millones de visitantes anuales, 135.000 árboles y 100.000 rosas. El creador de Hyde Park (y de otros cuantos más) fue Enrique VIII, pero su idea no era que la población se deleitase con sanos paseos: compró los terrenos a los monjes de la Abadía de Westminster para dedicarse a cazar ciervos por allí. El parque tardó un siglo en estar abierto al público general, y durante la epidemia de peste de 1665 sirvió como residencia provisional para muchos ciudadanos, que intentaban escapar así del contagio. A modo de espina dorsal de sus 141 hectáreas, The Serpentine es un sinuoso lago artificial en el que se pueden contemplar diversas especies de aves acuáticas, como patos, gaviotas o cormoranes, pero también brinda opciones como pasear en barca de remos o nadar (los miembros del club local lo hacen todos los días a primera hora de la mañana). Los visitantes menos dinámicos pueden disfrutar del Serpentine desde la coqueta terraza de la cafetería del Lido.

Un paseo alrededor del lago oxigena el cuerpo y el espíritu y permite detenerse en monumentos como la fuente dedicada a Diana de Gales (sí, esa especie de acequia ovalada costó más de cuatro millones de euros) o la escultura a la diosa egipcia Isis, una de las incorporaciones más recientes al patrimonio artístico del parque.

  1. KENSINGTON GARDENS: Los turistas (o, al menos, los turistas españoles) tenemos la costumbre de llamarlo a todo Hyde Park, pero la parte occidental del recinto es en realidad otro parque. Lo escindió del conjunto el rey Guillermo III, a quien le pareció un buen sitio para levantar un palacio donde mantener a raya sus ataques de asma. En realidad, ni siquiera los londinenses suelen tener claro cuál es la frontera exacta entre Hyde Park y Kensington Gardens, ese límite en el que ocurren misterios como que The Serpentine pase a llamarse The Long Water, aunque se trate del mismo lago. Los jardines de Kensington son el escenario ideal para improvisar un picnic si sale el día bueno -un buen sitio para aprovisionarse es el Whole Foods Market, a tiro de piedra por el sur- o para pasar un buen rato con los niños recorriendo sus casi cien hectáreas. Allí está desde hace un siglo la estatua de Peter Pan, encargada por el propio J.M. Barrie, que se había inspirado en el parque para escribir el libro. Unos años después se instaló el Roble Élfico, un curioso tronco que parece salido de algún otro cuento, en el que se tallaron figuras de seres fantásticos y de animales. Al lado del roble está la zona de juegos infantiles dedicada a Diana de Gales (los ingleses parecen empeñados en que no la olvidemos), con un barco pirata de madera, un poblado indio con sus tipis y sus tótems o una bonita senda jalonada de instrumentos musicales. Y, por supuesto, está The Round Pond (vamos, el estanque redondo), otro lago en el que niños y mayores pasan el día sobrealimentando con pan a los patos y los cisnes.

  2. St. JAMES PARK: Oficialmente tiene en su nombre ese genitivo sajón tan antipático para los hispanoparlantes, pero no hace falta saber pronunciarlo para disfrutar del más antiguo de los Parques Reales, que toma su bautismo de una antigua leprosería. Se puede repasar su historia con un enfoque faunístico: originalmente había allí granjas de cerdos, pero Enrique VIII vio el potencial de la zona para, cómo no, cazar ciervos, e incluso hizo construir un pabellón de caza que hoy es St. James's Palace. Jaime I mantuvo allí su colección de animales, que incluía cocodrilos y un elefante. Y, de un tiempo a esta parte, lo que domina son las aves: en el pintoresco lago, con sus dos islitas, hay patos, gansos, cisnes negros y, lo más llamativo, pelícanos. Allá por el siglo XVII, el embajador ruso regaló al rey unos pelícanos procedentes del delta del Volga, y la presencia de estas aves ha acabado convertida en tradición. Ah, las ardillas de St James's Park son particularmente desvergonzadas: las más lanzadas no dudarán en trepar a la mano del visitante si en la palma hay un cacahuete o un pistacho.

  3. KEW GARDENS: Los Jardines Botánicos Reales se prestan a superlativos. Sus responsables recalcan que se trata de 'los jardines más famosos del mundo' y de 'la mayor colección de plantas vivas', y ciertamente estamos ante algo más que un parque: se trata de una venerable institución científica donde siguen trabajando cientos de investigadores, aunque a la vez es una deliciosa reliquia de tiempos pasados. También aquí, para variar, tuvo mano la monarquía, ya que fue Augusta, viuda del príncipe de Gales, quien expandió una colección preexistente y empezó a encargar esos edificios singulares que en la época –el siglo XVIII– entretenían los paseos de la aristocracia. Algunas de aquellas edificaciones han desaparecido, pero se conservan joyas como la colorista pagoda de cincuenta metros de altura, los templos de Eolo y Aretusa o el pórtico japonés., además de invernaderos espectaculares como la Casa de las Palmeras. Las 121 hectáreas de Kew Gardens albergan diversas secciones temáticas y jardines diseñados en varias épocas, un tesoro botánico y paisajístico por el que hay que pagar: la entrada de adulto cuesta 16 libras (unos 19 euros) y los menores de 16 entran gratis.

  4. HOLLAND PARK: No todos los parques de Londres tienen su origen en la realeza y sus antojos. Holland Park es un vestigio de los terrenos de una gran mansión, Holland House, que con el tiempo fueron convirtiéndose en una de las zonas residenciales más caras de la ciudad. En las inmobiliarias no es raro que pidan más de doce millones de euros por una casa. Pero entrar al parque, que por ahí califican como 'el más romántico de Londres', es gratis. Son 23 hectáreas, más o menos igual que St. James's Park, pero dan de sí para tres ambientes diferenciados: una parte boscosa que en algunas zonas puede volverse intransitable, otra parte ajardinada y una tercera dedicada a la práctica de deportes. Hay pavos reales, un ajedrez gigante, buenas zonas infantiles y un restaurante de lujo, el Belvedere, que está ubicado en el salón de baile estival de la antigua mansión y atrae a la gente común con menús del día a partir de 19 euros. Pero lo mejor del parque es el asombroso Jardín de Kioto, un hermoso y armónico espacio que la ciudad nipona regaló a Londres a principios de los años 90, con sus faroles de piedra, su estanque con carpas, sus cascadas escalonadas y una vegetación que en determinados momentos parece trazada a pincel. Ahora, en otoño, estalla en rojos.

  5. HORNIMAN GARDENS: Frederick John Horniman, heredero del imperio del té, estaba obsesionado por 'llevar el mundo' a su casa de Forest Hill. Era un coleccionista ávido al que le interesaban particularmente la historia natural y la artesanía de las diversas culturas, y ya en 1890 abrió su residencia al público para que todos pudiesen contemplar los objetos que había acumulado. El museo (de entrada gratuita, con excepción del acuario y las exposiciones temporales) es un destino idóneo para una pequeña excursión con niños, con sus animales disecados, sus máscaras tribales y sus instrumentos de música (algunos incluso se pueden aporrear). Pero aquí estamos hablando de los jardines, que se pueden visitar desde 1895 y ofrecen una de las mejores panorámicas de Londres. Son algo más de seis hectáreas que incluyen una vía verde sobre un antiguo trazado ferroviario y esconden sorpresas como una colección de relojes de sol o más artilugios, esta vez gigantes, para que los críos hagan algo parecido a música y pongan banda sonora a la estancia.