El ser humano es una especie nómada, en busca de nuevos frutales, de campos más fértiles o de nuevos horizontes. La agricultura y el sedentarismo son un breve episodio en la larga historia de la humanidad, un accidente social que comportó la propiedad, la desigualdad, la frontera y el conflicto. También, es cierto, la letra, la paz y la plaza. Pero, aunque desde el Neolítico somos esencialmente una especie sedentaria, el viaje forma parte de los anhelos colectivos de todas las civilizaciones. El turismo moderno da forma a este mito gracias a la reducción de las distancias por el ferrocarril y el barco de vapor y un imaginario colectivo propagado por el Romanticismo. La sociedad capitalista, hegemónica después de la desintegración soviética, ha incorporado el turismo al catálogo de objetos de consumo de la clase media.
La Organización Mundial del Turismo prevé que en 2030 se alcanzará el umbral de 1.800 millones de viajes turísticos internacionales y que pasaremos de 7.000 millones de viajes nacionales a 16.000 millones. Este big bang es el resultado de un incremento del tiempo libre entre las clases medias de los países centrales, y sobre todo de la creación de nuevas clases medias en los países periféricos. En 2030 habrá una media de dos viajes turísticos anuales por persona en el mundo, pero esta media esconde una enorme desigualdad entre personas que pasan la mayor parte de su existencia en un perímetro muy limitado y las nuevas clases urbanas que han realizado del viaje un marcador de estatus.
La implosión turística de este nuevo siglo da lugar a tres tensiones centrales. En primer lugar, el turismo agrava la emergencia climática y los problemas ambientales más severos, como la escasez hídrica, los desperdicios plásticos o el consumo de energía. Sabemos que un turista consume más agua, genera más residuos y necesita más energía que un local. Por su parte, el desplazamiento turístico se basa en los combustibles fósiles, ya sea el coche por distancias cortas o el avión por largas distancias. Las emisiones generadas para mover a los turistas hasta la ciudad de Barcelona desde sus lugares de origen son tres veces superiores a las emisiones de toda la ciudad, cuatro si tenemos en cuenta a los cruceros.
La segunda tensión es que la concentración de turistas en determinados espacios provoca efectos secundarios en el acceso a la vivienda, la densidad de los espacios urbanos, la banalización de los paisajes, la pérdida de tejido residencial o de comercio local o la inflación. Si el turismo crece por encima de la capacidad que tiene el territorio de absorber esta demanda, desequilibra el espacio receptor, transforma el carácter de los paisajes, altera la economía local, las relaciones sociales o los elementos culturales. Por último, el nuevo turismo se caracteriza por un cierto descrédito, una devaluación del hecho turístico en la bolsa de valores sociales.
Es posible que asistamos a la última etapa de una forma de turismo espasmódica. Ayuda un cambio de hábitos, un cierto descrédito del turismo convencional, pero el principal factor de transformación es otro: el transporte ha entrado a formar parte de la estrategia de descarbonización y es un eje central de la política comunitaria. El escenario más probable será un incremento sensible del coste de la distancia. Terminaremos con la ficción de un coste casi cero que ha creado el absurdo de turistas mediterráneos en el Caribe o de estancias de un día gracias a los vuelos de bajo coste. Cuando se incrementa el coste de la distancia, tienen lugar dos procesos complementarios: se tiende a reducir la distancia y se incrementa el tiempo de estancia.
La lentitud. Es probable que el destino del turismo dependa de su capacidad de recuperar el valor de la lentitud, la antítesis de la sociedad actual: veloz, fugaz, efímera. Reducir la velocidad permite descubrir los detalles, la complejidad, la diversidad (de los paisajes), lo que se aleja del resumen instantáneo de la guía. Permite, en segundo lugar, entender lo esencial, pasar de la superficialidad a la profundidad, conectar con el sitio de una forma más intensa, escuchar la geografía, dialogar con el paisaje. La cultura del selfie ha creado unos rituales que han alejado a los sujetos de los objetos, que han quedado reducidos a una colección de significantes sin significado, de signos sin sentido más allá del valor estético. Y, por último, un turismo más denso permite recuperar el viaje personal, porque, al fin y al cabo, el objetivo final de cualquier itinerario turístico es salir del espacio ordinario y reconectar con el extraordinario. Y esto requiere tiempo y, hay que añadir, silencio.
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