Cada año, cuando todo se relaja durante la pausa estival, los medios de comunicación suelen inundarnos de imágenes de las islas griegas, el sur de Italia y otros paraísos mediterráneos. Pueblecitos que cuidan con esmero su aire tradicional, campos cultivados como si fueran jardines, carreteras panorámicas que se extienden hasta el horizonte bajo la luz intensa de tardes infinitas, y las olas del mar compartiendo incansables los juegos de los niños. Para el imaginario popular, los días de vacaciones parecen haberse encarnado en algunos lugares precisos, que se transforman así en paisajes donde todo transcurre más lentamente, entre largas siestas y despreocupados paseos.
Este pasado verano, sin embargo, algunos de esos paisajes se convirtieron en lugar de refugio para personas que huían de la guerra y el terror. Y la manera cómo esas personas percibieron la costa mediterránea nos la reveló también a nosotros con otra luz. Dado que no se les permite entrar en Europa de forma legal y segura, se arriesgan a cruzar el Mediterráneo en frágiles lanchas, y al hacerlo, ese mar de vacaciones se transfigura en el abismo que separa el peligro de la esperanza. Miles de ellas mueren en el intento. Quienes consiguen llegar a tierra abandonan sus chalecos salvavidas en las playas, transformando así un paisaje de veraneo en una ruta de huida del horror.
A medida que los refugiados entran en Europa, sus largas marchas a pie, su cansancio, su miedo, contrastan de forma inquietante con los paisajes idílicos que recorren. La mayoría nunca había estado aquí antes, pero con sus smartphones se orientan por la geografía del continente y saben a dónde acudir para pedir asilo. Ante ellos, las fronteras se abren y cierran según las dudas de los políticos, mientras las mafias buscan estrategias para sortearlas. Me pregunto cómo perciben esos paisajes que recorren los primeros días de su llegada, y cómo los recordarán años después. Me pregunto también, en el caso de quienes tengan la fortuna de hallar asilo, cómo se familiarizarán con sus paisajes de acogida, de qué maneras los interpretarán, en qué grado reconstruirán sus identidades en relación con ellos, y de qué formas contribuirán a modificarlos y enriquecerlos.
Sin embargo, esas personas que tendrán que aprender a vivir en paisajes nuevos para ellas, se han visto obligadas a abandonar los suyos. Un paisaje es una forma de percibir y valorar un territorio, una manera de habitarlo, y de tejer en él y con él la identidad personal. No poder seguir viviendo en el propio paisaje significa perder una parte fundamental de uno mismo. En muchos casos, sus paisajes han sido destruidos, y perviven tan solo en el recuerdo de quienes lograron escapar a tiempo.
Las migraciones por todo el planeta no dejan de aumentar. Seres humanos víctimas de guerras, terrorismo, neocolonialismo, deforestación, contaminación, hambre, injusticia, trazan sobre la superficie de la tierra rutas de pérdida y esperanza. Para quien huye, los paisajes se perciben de otra forma, teñidos por el recuerdo del hogar perdido, y desde el anhelo de lugares de acogida seguros y fértiles. El cambio climático que nosotros mismos provocamos traerá, a su vez, transformaciones en los territorios y nuevas migraciones. La subida del nivel del mar redefinirá las costas, y el aumento de temperatura afectará a la flora, a los animales y a los seres humanos. Ojalá supiéramos ser responsables y garantizar a todos los seres humanos, los animales y la naturaleza una existencia en paz, pero si miro a nuestra historia apenas encuentro razones para sostener esa esperanza.
Los paisajes, los lugares en los que configuramos nuestra forma de vivir, son enormemente frágiles, y podríamos perder muchos de ellos durante este siglo. Deberíamos preverlo, y en los casos en que no seamos capaces de salvarlos, conservar al menos su recuerdo. Si podemos reunir imágenes, sonidos, olores, sabores, mapas, documentos científicos, testimonios de sus habitantes, representaciones artísticas… seremos capaces de preservar al menos una parte de lo que significaron para las personas que vivieron en ellos. En este sentido, el trabajo del Observatorio del Paisaje de Cataluña y de otras iniciativas similares será fundamental. A veces, por desgracia, el único hogar que les queda a algunos paisajes es nuestra memoria.
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