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OCTUBRE-DICIEMBRE 11

BOLETÍN TRIMESTRAL DEL OBSERVATORIO DEL PAISAJE - 31

EL OBSERVADOR

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¿Para qué sirve la teoría del paisaje?

Federico L. Silvestre
Profesor de Estética e Historia del Arte, Universidad de Santiago de Compostela

Hace ya bastantes años, Yves Lacoste intentó explicar para qué servía el paisaje*. Siendo necesario explicar el paisaje, ¿hasta qué punto no resultará obligado preguntarse por su teoría? Mi opinión es que, mal planteada, la teoría del paisaje puede convertirse en el pasatiempo más inútil que haya producido la academia (uno de tantos, pensará alguien); pero, bien concebida, puede ser importante...

La inutilidad de la mala teoría del paisaje procede de la misma fuente de la que emana toda mala teoría. Se trata de fenomenales construcciones que, poco a poco, se van distanciando de su ámbito de estudio hasta adquirir por sí mismas la notable envergadura de grandes torres que, impresionantes en su aspecto, carecen, sin embargo, de ascensores. Ocurre que, aquel que se introduce en ellas, gasta años enteros en subir, peldaño a peldaño, las escaleras de sus interminables andamios, para, cuando por fin llega a lo alto, descubrir que la altura, en realidad, lo ha distanciado del objeto buscado (un objeto que seguía allí abajo, al nivel del suelo, donde lo había dejado). Por ejemplo, hasta qué punto el manejo del complejo vocabulario de la semiología estructural logró resaltar los valores de Guerra y paz es una cuestión que, todavía hoy, nos debemos plantear.

Con los teóricos del paisaje podría ocurrir igual: que se llegasen a sentir tan seguros que empezasen a mantener que no hay por qué preguntar si la entidad que la teoría postula (el paisaje) existe más allá del conjunto de nociones que ellos mismos hayan pergeñado. Esto es lo que podría pasar. Pienso, sin embargo, que, lejos de padecer semejante mal, la teoría actual del paisaje se muestra sana y con unos objetivos amplios y bien formulados.

Paisajes son los espacios abiertos que nos rodean, contemplados en conjunto y no en sus partes, y la teoría del paisaje es la disciplina que, además de definir el concepto, se pregunta por los criterios que llevan a la gente a valorarlo de un modo u otro. Esos criterios pueden ser de diferentes clases. Puede tratarse de criterios estéticos o éticos, es decir, ideológicos; incluso puede partirse de criterios funcionales, urbanísticos y ecológicos. En los planteamientos más sofisticados, todo eso aparecerá imbricado, y, además, según cuál sea la escuela, se defenderá su naturaleza universal o su carácter cultural. Ahora bien, al margen de sus diferencias, en la buena teoría del paisaje cualquiera de esas opciones se avalará con pruebas y argumentos. Dicho esto, ¿para qué sirve tener claros esos criterios? Evidentemente, para saber cómo intervenir o no intervenir en el mundo real. Aunque teórica, la colección "Paisaje y teoría" de la Editorial Biblioteca Nueva (Madrid) nació, precisamente, por esa razón; es decir, porque tanto el editor como los directores de la misma pensábamos que en España se estaba interviniendo demasiado en el paisaje que nos rodea sin reflexionar previamente. Al hilo de la misma, a la pregunta planteada antes podemos empezar respondiendo de la siguiente manera: la teoría del paisaje sirve para definir la noción de paisaje y para vislumbrar y ayudar a establecer los criterios que orientan la intervención o la no intervención en el entorno de las sociedades actuales.

Personalmente, soy de los que piensan que dichos criterios no son ni objetivos, ni exportables, ni inmutables (como saben los buenos arquitectos, todo depende de decenas de factores y de cierto tacto). En todo caso, no escribo esta página para exponer mis ideas, sino para definir la razón de ser de una disciplina. Al respecto, un segundo aspecto interesante de la teoría del paisaje es que, al menos la actual, está muy viva, es decir, a la altura de los tiempos. Con los años me he dado cuenta de que no basta con teorizar. Las teorías, del tipo que sean, tienen que responder a los problemas de su tiempo. Uno de los problemas de los saberes de nuestra época es la dispersión, o sea, el cáncer de la hiperespecialización. Frente a ese panorama, la teoría del paisaje y, en general, los estudios sobre el paisaje, se han convertido en uno de los escasos puntos de encuentro de personas inteligentes procedentes de los ámbitos más diversos. Entre todos, salta a la vista que hay muchos frentes abiertos. Ante la furia desregularizadora del capitalismo rampante y ante el miedo a la ilegibilidad de los setenta, surgieron teorías e iniciativas que sirvieron, básicamente, para reivindicar los valores paisajísticos y artísticos heredados. En la actualidad, a este problema se han sumado otros. Por ejemplo, la apropiación que el marketing turístico ha hecho del tema del paisaje y el exceso de banal estetización que de ello se deriva. Esa apropiación está logrando poblar nuestro territorio de bellezas clonadas que, por eso mismo, dejan de ser bellas, es decir, vivaces, diferentes y bien adaptadas. Una teoría del paisaje poco atenta al elemento mutante se mantendría impasible ante semejantes cambios. Sin embargo, buena parte de los interesantes capítulos del libro Teoría y paisaje: reflexiones desde miradas interdisciplinarias que acaba de editar el Observatorio del Paisaje de Cataluña y la Universidad Pompeu Fabra, giran, precisamente, en torno a ese tema clave. Como digo, este tipo de esfuerzos ponen de manifiesto lo despierta que está la teoría del paisaje, una teoría en la que, por si esto fuera poco, no paran de converger enfoques que superan las miradas parciales de las, a veces, mezquinas especialidades.

Finalmente, me gustaría reivindicar una tercera razón de ser para la teoría del paisaje. Se trata de la educación de la mirada, de su capacidad para usar palabras que sugieren el vínculo cultural, sensible y emocional que nos une a lo que nos rodea. Tal capacidad de configurar teorías emocionantes y llenas de textura es propia de unos pocos elegidos, y se trata, sin duda, de la principal finalidad para una auténtica filosofía del paisaje. En cierta ocasión, tuve una extraña conversación con el alcalde de un pueblecito gallego. Se mostraba orgulloso porque acababa de aprobar el desmonte de una preciosa loma que se divisaba desde todos los puntos de la localidad para, en su lugar, colocar una nueva urbanización de chalets adosados. Puesto que el político en cuestión era amigo, y podía expresarme con libertad, salí en defensa del paisaje y le pregunté cómo había permitido semejante barbaridad. Como era previsible, bramó que "¿qué era el paisaje?" y añadió que me dejase de pamplinas, que aquello había dado trabajo a mucha gente y había dejado mucho dinero en el pueblo. La anécdota, real como la vida misma, pone de manifiesto la enorme distancia que separa al amante del paisaje del ciudadano de a pie. Éste suele preguntarse qué es y para qué sirve el paisaje. El caso es que, desde mi punto de vista, si ese ciudadano piensa como el alcalde, ningún razonamiento, por justificado que esté, podrá hacerle cambiar de opinión. A nuestras razones, él responderá con las suyas, y entre ambos generaremos la tediosa espiral centrífuga que dibujan todas las conversaciones frustrantes. Frente a la batalla de los argumentos, un paseo literario, una sugerente semblanza, una página concebida como espacio de recreo, mostrando y describiendo las bondades del paisaje en general, de la colina del pueblo, de ese invernadero de calma, con sus olores clorofílicos, con su fascinante historia, con la magia de las vegas colindantes y con el resultado del buen arte..., todo eso sí puede hacer cambiar sensibilidades. Podríamos llamar a esta opción la vertiente filotópica de la teoría del paisaje. Y, digo yo, ¿cabe mayor interés para cualquier filosofía que la de despertar nuestra capacidad de amar dormida?

Federico L. Silvestre Profesor de Estética e Historia del Arte, Universidad de Santiago de Compostela

*Hérodote, núm. 7, págs. 3-41, 1977.

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