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JULIO-AGOSTO 08

BOLETÍN TRIMESTRAL DEL OBSERVATORIO DEL PAISAJE - 12

EL OBSERVADOR

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El verdor es paisaje

Biel Mesquida
Escritor y periodista, galardonado con la Cruz de Sant Jordi 2005 de la Generalidad de Cataluña

Hacía días que aquella curiosidad me rondaba por el cuerpo, pero las obligaciones me ocupaban sin dejarme ni un segundo libre y, por añadidura, la vida doméstica -que siempre me ha producido alergia- me ahogaba. Hacía días que quería tocar los libros, todas las cosas que me había dejado tía Diana. Permanecían silenciosos, a la expectativa, en su biblioteca, aquella sala cuadrangular con pinturas pompeyanas de hojas de árboles apagadas en los muros que se abría sobre una terraza volada en el jardín de la casa de los abuelos. Fue una narración del escritor Danilo Kis, abierta en un atril que había sobre la mesa de cerezo donde ella escribía, lo que desencadenó mi búsqueda. "Honras fúnebres" era el título del cuento, que pertenecía al libro Enciclopedia de los muertos, una traducción bellísima al español de Nevenka Vasiljevic, publicada por El Acantilado el pasado mes de mayo de 2008, quince días antes de la muerte de tía Diana. Todo eran palabras de muertos que estallaban de vida, la defensa de la singularidad magnífica y terrible que cada ser es único en el mundo: todo ser, del más insignificante al más cargado de significaciones. Como las frases que ella había subrayado, pequeñas anotaciones manuscritas y ligeras a lápiz: todo era epifanía, tejido meristemático de crecimiento en estado puro, savia que procedía de raíces profundas situadas bajo la roca, por los territorios húmedos y oscuros donde crecen las estalactitas. Con estos indicios descubrí lo que quedaba de un antiguo herbario que la joven Diana había elaborado cuando se decidió a escribir la Guía de los árboles de un jardín, que nunca acabó. Allí, entre mis manos, tenía el tesoro hecho de lava fervorosa de toda una existencia. Eran fragmentos y notas de un patchwork en el que las letras se mezclaban con los ramillas y las hojas secas de las especies y variedades que en aquel mismo momento tenía ante los ojos bajo la luz blanca del atardecer veraniego y bochornoso. La letra dianesca era estricta y vivificadora: "Tengo todos los árboles dentro de mí, como una forma de resurrección. Todo este puñado de letra seca entremezclada con células vegetales secas también, y tan bien, es una declaración vital de una fuerza tan potente como la que hace subir la savia por los conductos liberoleñosos desde las raíces hasta las copas. Sé perfectamente que si miras algo durante mucho tiempo y con la máxima concentración, perderá toda significación o abrirá un mirador nuevo y cegador sobre la condición humana. Esta experiencia hasta límites de profundidad que nunca podré describir me ha sucedido con la contemplación de los árboles". Las notas son cortas y rebuscadas. A veces encuentro en ellas una palabra en mayúscula: PAISAJE o ÚNICO o MÍO o ÁRBOLES o JARDÍN. Las combino con los textos y entiendo aquella solitaria y consoladora búsqueda de la belleza vegetal, terral, de lo agrio de la tierra y del cielo y del mar. "Los ailantos son los invasores y los amigos más fieles: hojas compuestas con un olor de engrudo cuando os tocan que salís por todas partes y formáis el camino de llegada. Los aligustres del Japón florecidos de este amarillo blanquecino me parecen un día de fiesta. Hay que redondear los que defienden los caminos de paseo hacia los campos de siembra. Los árboles del amor, ¡qué escandalosa llamada producen sus flores de un violeta a punto de estallar! Me gustan sus hojas, en forma de concha. ¡Y sus vainas, llenas de semilla! Los pinos piñoneros del bosquecillo son más viejos que la abuela, que murió cuando yo tenía dos años. Los sembraron ella y sus dos hermanas. ¡Y sobre todo, los jardineros!" Y así, menciona hasta treinta y siete especies de verdolaga, la tía Diana, la que creía al pie de la letra que todo verdor es paisaje. Telloc, junio de 2008

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